Todos temían que, en algún momento, los espías enemigos desvelasen la información necesaria para que una potencia extranjera invadiera la patria. Todos creían que extrañas ondas de radio procedentes del espacio anunciarían la presencia de una civilización superior dispuesta a conquistar el planeta. Todos se acurrucaban por las noches, temiendo un golpe de cualquiera de esos generales capaces de vender la constitución por un plato de lentejas.
Sin embargo, a lo largo de los sesenta y cinco años de vida de Feliciano no hubo ningún golpe de estado, ningún encuentro con extraterrestres, ninguna invasión extranjera. Así que todo transcurrió felizmente mientras Feliciano recibía el reloj de oro con el que le despedían sus compañeros de trabajo en la central, ignorantes de que él, que había estado aguardando aquel momento a lo largo de toda su vida, había apagado los mecanismos de seguridad tras cortar el sistema de refrigeración del núcleo, que ahora mismo estaba a punto de reventar llevándose consigo a toda la población de aquella pequeña provincia, o trayendo —todo es cuestión de puntos de vista— la definitiva paz.
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