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domingo, 6 de febrero de 2005

De santos y otros...

Vuelvo a casa temprano, bajo la lluvia. Me pongo a pensar en el comentario sobre santos que le dejé a grialita hace unas horas.

El tres de febrero fue San Blas, y pasó sin que me enterase. Hace veinticinco años, en el ochenta, o incluso hasta el ochenta y cinco, se habría escuchado repetidamente el refrán sobre las cigüeñas. En mi ciudad natal, habríamos ido a comprar las rosquillas de San Blas (parecidas a las rosquillas listas que en Madrid se venden por San Isidro), para comerlas y hacernos la ilusión de que el santo sanaría nuestras afecciones de garganta (intervención que, en este momento concreto, agradecería).

Porque antes la gente se acordaba de los santos. Es cierto que sólo cuando eran necesarios (de ahí el modismo sobre acordarse de Santa Bárbara cuando truena), pero al menos los tenía en cuenta; creía en ellos como mediadores para la solución de diversos males: San Blas para la garganta, Santa Lucía para la vista, San Antonio de Padua para conseguir novio, Santa Rita de Casia para los imposibles... Ahora ese tipo de devoción ha desaparecido, quitando, quizá, el fervor hacia San Pancracio como protector contra todo mal que existe (o existía hasta hace unos cinco años) en todo Madrid. Y con esa devoción han desaparecido también los ritos, los mitos, el folklore.

Es cierto que la sociedad se ha vuelto laica. Yo me he vuelto laico, pero es normal: a los treinta años no se suele tener el fervor religioso que se tiene a los seis, y además mi religiosidad se ha apartado enormemente de la doctrina católica, hasta tal punto que no podría definirme como "católico no practicante", sino como "persona con fondo cristiano". Lo extraño es que incluso mis padres, ahora rondando los sesenta años, han perdido buena parte de su religiosidad, y de hecho han dejado de ir a misa. Se siguen considerando católicos, sí, y de hecho aprovechan cualquier oportunidad para mofarse de la ignorancia que otros tienen sobre los ritos católicos (sospecho que las compañeras de trabajo de mi padre, especialmente la encargada de comisariar exposiciones textiles, tendrán clavado como una espina cierto comentario de mi madre, que les dijo que los ropajes sacerdotales de color azul celeste que se exponían no eran "una rareza", sino la indumentaria propia de la festividad de la inmaculada concepción).

Ya sé, ya sé que una plegaria a san Blas no me iba a quitar, en ningún caso, este horrible dolor de garganta. Pero, ¿no es cierto que me iría a la cama un poco más tranquilo si hubiera fumado una buena dosis de opio del pueblo?

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