Había quedado el domingo pasado con Jorge y un par de amigos suyos, a uno de los cuales conocía ya de antes (pero no lo había visto desde hacía más de dos años). Salimos por lugares poco recomendables (son siempre los mejores) y volví a casa en un estado de profunda embriaguez. El lunes fue un día de resaca.
Así que cuando ayer me propuso salir de nuevo, establecí mis condiciones: iríamos "a tomar un coca-colo" (en nuestra lengua secreta, los refrescos adquieren un extraño género masculino). Quedé en Alonso Martínez, elegido como lugar equidistante (en tiempo, que no en espacio) y, una vez nos reunimos, nos dirigimos a un café junto a la plaza de las Salesas, donde él me contó sus penas amorosas y laborales. No le conté las mías por no deprimirle más aún.
Decidimos cenar algún tipo de cena-basura lo suficientemente barata, así que volvimos hacia el metro y nos metimos en el Burguer King. Dos menús XXL. Mientras saciábamos el hambre y seguía escuchando a mi amigo (dios mío, qué maravillosas ideas tiene... y con qué humor afronta sus crisis), me pareció ver, sentada cerca de mi, a una alumna del año pasado. Como ella no hizo ningún gesto de reconocimiento, acabé por suponer que no era ella, aunque tenía la edad, el rostro, la complexión y el peinado adecuados.
Después quedaba elegir a dónde encaminar nuestros pasos. El sentido del equilibrio ordenaba que nos dirigiéramos a algún lugar en que yo me encontrase más cómodo que él (aunque, en realidad, acabo encontrándome cómodo incluso en medio de un terremoto). Yo recordaba Alonso como una zona de veinteañeros, pero acababa de ver que el nivel de edad había bajado. Él propuso Huertas, pero me parecía una elección demasiado cómoda para mí: está a cinco minutos de mi casa. Solución de compromiso: Lavapiés.
Elección buena, pero no demasiado. Resultó que La Lupe, a horas tan tempranas como aquella (debimos de llegar hacia las once y media) tiene las mesas puestas, con lo que nos acabamos apalancando en una mesa. Pero, al fin y al cabo, queríamos hablar. Luego, traté de buscar un bareto de barrio que me había enseñado una antigua compañera. No lo encontré, pero encontramos el Mojito, ese que está decorado con muñecos Barbie y Ken en posturas indecorosas. Y allí estuvimos un buen rato, hablando, hasta que se nos acabó la cuerda. Noche tranquilita, como veis. Y casi la prefiero a la del domingo.
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