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viernes, 19 de noviembre de 2004

Hambre

No sé si os habrá pasado alguna vez. Vais al trabajo después de haber desayunado lo de siempre; os saltáis el café, como venís haciendo últimamente, y una hora después sentís unas ganas terribles de comer, que os hacen pensar en ese café que os saltásteis. Es habitual, ¿verdad?

Lo que ya no es tan habitual es que luego lleguéis a casa a las tres, asaltéis la despensa nada más llegar y todavía sintáis un hambre terrible a las tres y media, momento en que come la familia. Y es todavía más raro cuando, una hora después de haber comido, os dirigís a la cocina varias veces a picotear, acabáis haciéndoos un bocadilllo (con su pan tostado y todo) que os calma durante una hora y luego volvéis a la cocina, la asaltáis, os coméis todo lo que encontráis, hasta la hora de cenar.

Eso es lo que me viene pasando a lo largo de esta semana. Ayer tenía un hambre terrible. Llegué a casa pronto; picoteé varios dulces y finalmente opté por una tostada de pan con paté, veinte minutos antes de la comida, en la que consumí una dieta puramente proteínica: queso de burgos con anchoas y un buen trozo de carne roja. Pero, ¿sabéis qué? durante la tarde estuve comiendo sin parar, hasta tomar la decisión de cenar a las ocho y media (en la España peninsular se cena entre las nueve y las once). Unos cuantos trozos (más o menos equivalentes al tamaño de una croqueta) de queso frito precocinado, un revuelto de morcilla (con dos huevos y dos morcillas pequeñas) y un trozo de leche frita. Me lo comí con hambre. Y unas dos horas después, una copa de crema y chocolate.
Los jueves es el día que ponen buen cine en la televisión de España. Por ello, hasta las doce y cuarto de la noche no me fui a dormir. Hasta entonces, no había notado la pesadez de mi estómago.

Hoy vuelve a ocurrirme. A la una tengo un hambre devoradora. Como siga así, no sé dónde voy a parar. Aunque este verano me alegré de haber ganado peso, no es cosa de tener que comprar pantalones dos tallas más grandes: no me gusta ir de tiendas.


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