(El día 30 de septiembre se celebró en Madrid el día del Maestro, y el 5 de octubre se celebró el día internacional del Educador. He tenido muy buenos maestros en la vida, pero parece que sólo puede hacerse literatura hablando de maestros malos; así que habré de inventarme uno...)
Nos causaba siempre gran terror asistir a la clase de don Eusebio, quien nos sacaba en fila a la palestra y nos preguntaba los verbos latinos, que habíamos de conjugar perfectamente si queríamos evitar el coscorrón que, cual espada de Damocles, colgaba sobre nuestros colodrillos.
Durante varios meses probamos todo tipo de técnicas para conseguir que fueran otros los elegidos: cambiarnos sutilmente de sitio, enconder las cabezas bajo el libro de texto, simular gran aplicación mientras se repetían en voz alta los textos del libro. Ninguno de esos procedimientos evitó nunca que, cada cuatro semanas, nos volviera a tocar subir al estrado. Y eso que el hálito maloliente de don Eusebio delataba una afición al morapio nada desdeñable. Pero aun así, nunca logramos confundirle.
Por fin, un día, Agapito Simón dejó sobre la mesa del profesor un extraño tomo de tapas negras, y el profesor al encontrarlo, después de decir "¿de quién es ésto?" comenzó a hojearlo y a devorarlo con tal fruición que olvidó preguntarnos el "qui, quae, quod" que había ordenado memorizar el día anterior.
No sólo eso, sino que se olvidó aparecer al instituto al día siguiente.
Cuando acabó aquel curso, oímos extraños rumores que decían que don Eusebio había sufrido un ataque y hubo de ser ingresado en una institución. Pero Agapito y yo supimos, desde el primer momento, que había sido apresado por aquel libro maldito (cuyo poder aparece mencionado al menos en tres ocasiones en los De Vermiis Mysteriis) que cualquiera puede obtener en préstamo si se molesta en escribir a la Universidad de Arkham.
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