Se encuentra con ella enfrente del quiosco, como todos los días, y la acompaña hasta el café Continental, donde desayunan dos cafés con leche acompañados de croissants a la plancha. Como siempre, María cede su mantequilla a Ramón, que observa silenciosamente cómo ella extiende la mermelada.
Ramón es algo torpe con la mantequilla; siempre le parece demasiado dura; quizá se deba a ello que María no la use. No se lo ha preguntado, como no ha preguntado tantas otras cosas que quizá debería saber de ella. Después de un largo rato, Ramón se ha llenado de migas, y ella le mira, divertida, reprochándole que se haya puesto perdido. Sacúdete, hombre.
Se come lentamente el croissant, evitando mojarlo en el café, porque a ella no le gusta que lo haga. Trata de hacerlo en silencio, sin apartar la mirada de ella, de sus movimientos; observando con qué delicadeza se toma el café, lentamente. Los dos están en silencio; no necesitan hablar; no hace falta.
A ella la saluda ocasionalmente algún conocido del trabajo; es la hora a la que suelen bajar, por eso ha podido encontrarse con ella. Él los mira a veces con celos, y con algo de envidia, porque saben llevar un traje mejor de lo que él sabrá llevarlo nunca. Parecen tan fuertes, altos y esbeltos... Pero María devuelve los saludos casi distraídamente. Estoy aquí, con Ramón. Luego te veo. ¿Qué tal te fue la mañana? Bueno, hasta otro día... Hay que reconocerlo, tiene ojos sólo para él.
Después de tomar el café, se levantan y, como siempre, van al parque. María vigila atentamente cómo Ramón se acerca a Virginia o a Rosa y entabla con ellas juegos banales, juegos que incluso podría entablar con Ignacio o Felipe si se acercaran por allí a esa hora. Como siempre, Ramón vuelve enseguida a ella, porque sólo se siente seguro en la calidez de su regazo.
A las dos suena la sirena y contemplan juntos cómo comienzan a salir del instituto los adolescentes, y también los chicos de trece y catorec años. Entonces, María saca de la bolsa el balón y él se pone a jugar con sus amiguitos.
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