lunes, 25 de abril de 2016

King: 22/11/63

KING, Stephen: 22/11/63. Barcelona, Plaza-Janés, 2012. 859 págs./24 cm.
ISBN:
978-84-01-35248-5
Descriptores:
Viajes en el tiempo. Estados Unidos de Norteamérica (1958-1962). Ucronías. Universos paralelos.
Hace ya varios años que un conocido me recomendó esta novela de Stephen King, que veremos próximamente adaptada a la pequeña pantalla. Los anuncios de la serie, unidos a la certidumbre de que la novela estaba disponible en el bibliometro junto al que pasaba todos los días, hicieron que finalmente la sacara en la temporada, cómo no, en que más debería haber aprovechado para estudiar. Pero no importa. Las dieciséis horas (dos tardes completas) que he pasado devorándola han merecido la pena.
Para empezar, porque su primer capítulo incluye la más verosímil descripción de un viajero temporal que he leído hasta la fecha. A continuación, por la labor de documentación que hace que el lector se sienta trasladado a la época descrita. Finalmente, por el hecho de que el autor vaya convirtiendo poco a poco su novela de acción en una novela de amor, haciendo que la trama secundaria acabe sobrepasando a la principal. Sin reventar demasiado la novela, eso es lo que puedo decir a su favor.
22/11/63 es la historia de un personaje que tiene la oportunidad de viajar en el tiempo para evitar el asesinato de Kennedy. Una puerta temporal le permite hacerlo. Pero esa puerta solamente lleva a cinco años antes, de forma que, una vez complete su misión, será cinco años más viejo. Si no le gusta el resultado, o si comete cualquier error, podrá volver de nuevo atrás y comenzar desde el principio, anulando todas sus acciones. Pero su cuerpo habrá envejecido en el proceso. Además, hay otro problema. El pasado se resiste al cambio, de manera que cada acción que altere la historia será entorpecida por toda clase de incidentes. Aun así, el protagonista cree que merece la pena intentarlo.
Aparecen todos los tics de Stephen King: el protagonista profesor o escritor, el alcoholismo, la locura, la violencia contra las mujeres y los hijos, las premoniciones... Pero aparece también su maestría para hacer verosímiles los sucesos más fantásticos. El final (no quiero desvelarlo) quizá deje frío al lector, pero en realidad es el único posible. En cualquier caso, lo mejor de esta novela, como de cualquier viaje, es el camino: un camino que sumergirá al lector en la historia de los Estados Unidos de América y en la mente del asesino que quiso cambiar esa historia.

Texto enviado al Museo de la Palabra

El museo de la palabra es una entidad un tanto quijotesca que pretende aunar las civilizaciones mediterráneas a través del hilo conductor de la palabra. Lo conocí a través de su concurso de microrrelatos anual (les llegan miles cada año) y, aunque nunca he conseguido destacar en su certamen, como en ningún otro, me parece bonito enviar también textos como este que, en caso de ser publicados, lo harán sin premio alguno..

El otro día el Museo de la Palabra nos propuso que explicáramos qué era Cervantes para nosotros. La verdad es que no sé si estoy aún a tiempo de enviar mi texto, pero por si acaso he querido escribir estas líneas.

Aunque había leído mejores y peores adaptaciones del Quijote, creo que no leí nada de Cervantes antes de que una profesora de lengua, no sé si la maestra del colegio, a la que idolatraba como a una madre, o la de literatura de 2º de BUP, a la que admiraba concupiscente, me mandó leer la Gitanilla. Y la verdad es que poco se me quedó de aquella obra, fuera de su melodramático argumento. En tercero de BUP el profesor de literatura decidió saltar al siglo XIX quizá para evitar que no llegásemos a él, y por ello leí mucho realismo y mucho naturalismo (todo español, claro está: las únicas clases sobre literatura universal recibidas hasta el final de la carrera de filología fueron aquellas sobre los clásicos grecorromanos y un par de apuntes sobre laa églogas de Sannazaro). Así que me planté en la literatura española de segundo de filología —dedicada al siglo XVI— sin haber leído el Quijote en su original. Creo que lo leí entonces.

El Quijote, en aquel tiempo, me conmovió, pero quizá no pasé de considerarlo, como sus contemporáneos, una obra de entretenimiento: el "Lo mejor que le puede pasar a un cruasán" de su época. Y créanme: la novela que acabo de citar, aunque muy recomendable, no hará que su autor pase a la historia.

Pero ese verano o el siguiente, no sé por qué, llegó a manos de mi padre, y de él a las mías, una edición del Quijote de finales del siglo XVIII, la de Pellicer, y sin nada mejor que leer devoré varios tomos en las noches estivales, pasándolas de claro en claro, y los días de turbio en turbio.

Años más tarde intenté iniciar un doctorado; hice un curso de Antonio Rey (mi resistencia a suplicar cambios de grupo había hecho que perdiera la oportunidad de asistir sus clases en cuarto) y entonces descubrí de verdad la profundidad del Quijote, a la vez que otras muchas obras de Cervantes —en especial su teatro, que era la excusa de aquel cursillo—. Y a través del Quijote fui descubriendo a una serie de escritores cuyas obras estaban impresas de Quijotismo o, en otras palabras, de Cervantismo.

Porque hay bastante de quijotesco en Cervantes, un hombre que está a punto de alcanzar la gloria en su juventud pero es perseguido por la fortuna: ha de huir de Castilla; es apresado cuando vuelve a la Península con importantes recomendaciones; consigue, a su liberación, un trabajo ingrato que le lleva a prisión... Un hombre que, rondando la edad de su célebre personaje, decide alcanzar la gloria de las letras y lo va intentando en todos los géneros, soportando las burlas de los autores de éxito, hasta que consigue crear una voz propia en la segunda parte del Quijote. Y que aun así tiene la humorada de decir, en el prólogo de la que es su creación más perfecta, que segundas partes nunca fueron buenas. En ese mismo prólogo donde introduce, como si fuera un consejo ajeno, una de las reglas básicas de la novela moderna: la renuncia a los relatos enmarcados.

Hay algo de quijotesco, realmente, en intentar escribir una novela de burlas, y al ver que sale de veras, dar alas al personaje, darle voz, alma y carne y hacer que la mentira, la bendita mentira de la fábula, se vuelva más real que la vida misma.

martes, 12 de abril de 2016

Ángel exterminador

Tarde de abulia. Un mensaje recibido esta tarde me ha quitado las pocas ganas de leer artículos científicos que tenía y, unido a lo desordenado de la comida, me ha postrado en el sofá, no sin antes echar una catastrófica partida de nethack mientras escuchaba el último capítulo del Quijote para un examen próximo.

Pongo la tele. La bazofia de siempre. Lo único salvable, una de esas películas predecibles y tristes que se hacían en la España de los cincuenta. Y eso me recuerda que la semana pasada, en parecidas circunstancias, acabé grabando El Ángel Exterminador, de Buñuel.

Confieso que lo miro al principio con poca atención y que me obligo a rebobinar (es un decir) para averiguar por qué los personajes, atrapados en uma casa, no pueden salir de ella.

Y ahí está la gracia del asunto: que nadie, ni ellos mismos, lo sabe. Les falta la voluntad necesaria para salir de ahí, igual que les faltó la noche anterior para abandonar la fiesta donde estaban. Pero una vez desesperados por salir, tampoco pueden..

Y es ahí donde esta película funciona como una fábula, aunque no creo que esa fuera la intención de su autor. ¿Cuántas veces no nos hemos visto atrapados en una situación en la que sabemos que nosotros mismos nos hemos tapiado la puerta, pero nos falta la capacidad, la voluntad fuerte, para salir de ahí? Luchar contra uno mismo. ¡Lucha terrible en la que sabes que o tú o tú saldrás perdiendo!
Y yo, como sigo el consejo de Sun Tzu de no librar batallas perdidas, me rindo a mi propia abulia, me meto en la cama, escribo estas pocas líneas y me pongo a escuchar un podcast. Aunque no sean ni siquiera las 21.30.

miércoles, 6 de abril de 2016

Amebas

También las amebas
se aburren de reproducirse por bipartición;
sin embargo,
es mucho más fácil en su hábitat natural
y evita exponerlas a las miradas malévolas
de otros microorganismos también carentes de ojos:
Si se encuentran dos amebas, tan iguales en su informidad,
¿qué tendrán que decirse?
Por eso se saludan uniendo sus pseudópodos,
se comentan aburridas lo tediosa que es la vida
y se van a sus casas, pensando
que lo intentaron al menos.

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Perdon por  las posibles faltas, escribo desde un móvil...