domingo, 12 de octubre de 2008

Varios del transporte público

Si el ejemplo de cachondeíto ferroviario es ese cartel que dice "Martillo rompecristales: rompa el cristal para coger el martillo", no hay recochineo en el subte mejor que el cartel "Apertura fácil / Easy to open" de las puertas de vidrio de algunas estaciones (por ejemplo, Atocha).
Y es que para abrir una de esas puertas necesito adquirir una inclinación de 60° respecto de la horizontal (-30° respecto de la vertical) para proporcionar a la componente horizontal del vector de fuerza 1/2 de mi peso —cos (PI/3)—, es decir, unos 40 Kp (alrededor de 392,24 N). No me imagino a ninguna viejecita capaz de desplazar 40 kilos con la fuerza de su brazo, así que lo de "easy to open" se lo debería haber metido el diseñador por salva sea la parte.

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Llama mi atención a menudo el hecho de que las estaciones de metro y ferrocarril estén diseñadas con el culo. Un ejemplo de ello (aunque mis conocidos zaragozanos siempre lo nieguen) es la estación de Zaragoza, que tiene el acceso peatonal en el extremo opuesto al control de viajeros. Imaginemos que usted viaje en cabecera del tren: debe usted ir a la zona de cola, pasar el control de embarque y volver a cabecera. Para alguien que, como yo, a menudo camina con paso de legionario y zancada de Bolt, no es un gran problema, pero imagínense a la viejecita mencionada más arriba. Moneo me cae mal, pero por lo menos diseñó Atocha de manera racional. Otros arquitectos, en cambio, olvidan hacerlo.

Algo similar ocurre en estaciones de metro de Madrid y sus alrededores. Que un largo recorrido por superficie en Plaza Elíptica (salir por la salida de Marcelo Usera y cruzar cuatro semáforos para llegar a la esquina de La Vía con Oporto) cueste menos que hacer el recorrido equivalente por debajo de tierra tiene delito, pero puede explicarse por la preexistencia de una serie de túneles que había que esquivar; que en San Fernando de Henares la estación esté ubicada a espaldas del ayuntamiento, necesitándose un largo pasillo de salida que lo rodea, y que además esté sobredimensionada en sus vestíbulos (frente a lo escueto del andén) sólo puede explicarse por el hecho de que los arquitectos no van en metro.

También, claro está, por aquello de "cuanto más grande, mejor": más tamaño, más dinero a repartir entre los comisionistas.

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En realidad, el gran problema del transporte público es que sólo se ha potenciado una vez era imposible la competencia con el privado. Antes de que se entrara en esta sociedad del stock cero, en que si el público no compra coche nuevo todos los años hay que mandar a media España a la calle, no hacía falta invertir en transporte público porque quien no tenía coche se veía obligado a ir en tranvía, autobús, metro, tren.
Ahora, el transporte público sólo puede competir ofreciendo velocidad y comodidad, pero es imposible que la ofrezca a quienes se han criado con el volante en la mano. El urbanismo en superficie, los PAU, esos otros PAU —pero de lujo— generados por las recalificaciones, los polígonos bancarios, telefónicos o judiciales, el Simcity, en suma, son un gran impulso al transporte privado. Y quien ve que puede llegar al trabajo en 10 minutos empleando el automóvil no puede ser fácilmente persuadido para caminar el mismo tiempo por el interior de una estación de metro hasta llegar a su convoy.

Y los políticos, que por un lado parecen fomentar la cultura de lo peatonal y las zonas verdes, son los mismos que recalifican, que tunelan, que vacían de población laboral el centro. La zona residencial no ha de tener tiendas; la zona de negocio no ha de tener viviendas. Will Wright estaría contento.

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