lunes, 29 de septiembre de 2008

Art Spiegelman: Maus

Art Spiegelman:
Maus. Historia de un sobreviviente. Aquí comienza mi historia. Buenos Aires: EMECÉ. ISBN 950-04-1385-X
——:
Maus II: Historia de un sobreviviente. Y aquí comenzaron mis problemas. Buenos Aires: EMECÉ. ISBN 950-04-2788-5


Hace mucho tiempo, desde que leí las primeras reseñas, había querido leer la obra maestra de Art Spiegelman, Maus, subtitulada Historia de un sobreviviente. Sin embargo, los altos precios editoriales del cómic en España (el primer tomo cuesta 21,90 euros en España, pero hay ediciones de EE.UU. desde 10 dólares y desde 35 pesos, unos 8 euros, en Argentina) me hicieron dejar su compra para mejor ocasión (al fin y al cabo, no soy un aficionado a la novela gráfica). Cada vez que iba a visitar una librería de saldo con sección de cómics miraba los precios y, a diferencia de lo que ocurría con otras series, nunca vi que bajasen. Así que finalmente he acabado comprando de segunda mano una de las ediciones argentinas, cuya traducción es impecable.

El aspecto más llamativo de Maus, y la única característica que conocía previamente, es que esta polémica obra trata el holocausto utilizando una forma que a muchos repugna: se nos cuentan los horrores con estética de tebeo infantil, de "monitos", como dicen allá en las Américas. Los judíos son ratones, los nazis son gatos. Y, como todo el mundo sabe, los gatos exterminan a los ratones. A algunos puede parecerles que Spiegelman dulcifica el holocausto. Nada más lejos.

Spiegelmann utiliza la alegoría animal para mostrar que los vecinos de toda la vida pertenecen, de pronto, a especies diferentes, que no quieren verse entre sí. Y también la utiliza de vez en cuando para hacer ver que, en un territorio en que nadie le conoce, bien puede un ratón convertirse en gato o cerdo, o un gato convertirse en ratón. Porque, al fin y al cabo, no son tan diferentes.

Un aspecto mucho más delicado del cómic es el tratamiento de la figura de Vladek, padre del protagonista. Si no apareciera, se podría aceptar el uso infantil y juvenil de este volumen (es significativo que haya quienes incluso recomiendan este uso; yo, personalmente, no lo haría). Pero Vladek tiene que aparecer en la obra, porque Spiegelmann no desea hacer una historia del holocausto, sino una historia del sobreviviente, de Vladek.

¿Y qué tiene de malo? Que, como el propio autor comenta, su padre posee todas las características del estereotipado judío ridículo de opereta: es rico, tacaño, egoísta y contrario a llevar su vida social fuera del ámbito hebreo. Art trata de contrastar estos vicios mostrando numerosos ejemplos de judíos que no se corresponden con ese estereotipo, como los vecinos de su padre, la húngara que protege a Anja en Auschwitz o el propio Art. Y también se pregunta, a través de una larga búsqueda, por qué su padre ha acabado siendo así (¿Quizá por el largo período de carestía? ¿O por la pérdida de un hijo? Pero otros supervivientes no han sufrido esa transformación). El narrador se pregunta si la culpa es suya, si quizá le falló a su padre. Pero, finalmente, su psicoanalista sugerirá una extraña explicación que convence más al lector.

Porque, y ahí el tercer acierto de la obra, este libro es un cómic dentro del cómic: el dibujante se convierte en narrador interno que nos habla del complicado proceso creativo de la obra, gradúa la información (al padre le cuesta hablar de lo sucedido) y guía nuestra comprensión de esta novela gráfica. Incluso se nos muestra bromeando sobre el artificio de la animalización. Y es curioso que, como en el Quijote, la metaliteratura se intensifique en la última parte.

Como veis, me cuesta enormemente comunicaros todo lo que me ha transmitido este libro. Así que lo mejor es que le echéis una ojeada a la versión original (en Amazon) ((segunda parte) o que vayáis a vuestra biblioteca. Seguro que los muy incautos lo tienen clasificado con la literatura infantil.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Aceras

Nota: Este artículo se iba a haber llamado "De las grandes lluvias", pero, por respeto a otras zonas donde la lluvia ha provocado inundaciones, ha recibido un título diferente. Supongo que Gloria nos hablará próximamente de la que ha caído en su pueblo, que no es poca.

El viajero que visita Pompeya se sorprende de la existencia de aceras y pasos en la ciudad romana. ¿Para qué podían querer aceras los habitantes de una ciudad desaparecida mil setecientos noventa y siete años antes de la invención del motor de explosión? ¿Tan denso era el tráfico de vehículos de tracción animal como para necesitar aceras?

En las ciudades modernas, la peatonalización de cualquier zona comienza eliminando las aceras e igualando su altura a la de la calzada, por la que, se supone, ya no transitarán vehículos, salvo casos excepcionales. Normalmente no se opta por rebajar la acera, sino por subir la calzada, o, lo que resulta más fácil todavía, subir acera y calzada, dejando los portales y comercios a ras de suelo.

Entonces, llega la lluvia y lo inunda todo. La acera y el arroyo, es decir, el lugar por donde circulan las aguas, la basura y los animales. Con el agravante de que, siguiendo la costumbre habitual, la calzada se ha abombado para expulsar el agua hacia los laterales, pero no hay acera que contenga este agua. Pero no se han reforzado, a cambio, las conducciones de aguas pluviales —que son las responsables de que las aceras actuales, a diferencia de las pompeyanas, estén sólo a un palmo por encima del arroyo—.

La situación puede comprobarse en muchos lugaares de Madrid, y, supongo, en toda la geografía española (especialmente en los pueblos, donde, durante mucho tiempo, han existido rudimentarias aceras y poyetes junto al suelo de albero o simple terrizo). Me vienen a la cabeza el barrio de las Letras, tan cercano a la casa de mis padres, o el casco histórico de Vallecas (donde se da la curiosa circunstancia de que la configuración de calles sin aceras no es peatonal: unos bolardos separan el suelo de los coches del suelo de los peatones, los dos al mismo nivel, porque la pavimentación se ha construido sobre el suelo preexistente, a ras de puertas, en lugar de profundizar en él). Ya sé que este Madrid de hoy no es aquella ciudad decimonónica de nueve meses de invierno y tres de infierno (la contaminación tiene sus ventajas), pero de vez en cuando llueve. Y aunque normalmente no las haya, todos los años hay alguna precipitación violenta. Y cuando hay una precipitación violenta y no hay límites entre acera y arroyo, si además se da la circunstancia de que las conducciones de pluviales están a ras de tierra por la forma de construir las calles, el agua inunda las aceras.

Por lo menos, en Vallecas, los obreros, que quizá vivían en la zona y, por taanto, eran parte interesada, hicieron un pequeño vale entre la parte peatonal y la calzada, para que los charcos se queden allí. En Huertas, algún constructor avispado siguió al pie de la letra el esquema de calzada abombada hacia fuera, a lo que muchos vecinos tendrán que agradecer que se inunden sus portales cada vez que llueve.


Sobre el cauce del Henares y arroyos tributarios, y si habría que eliminarlos en pro de la seguridad aérea, o ahondarlos en pro de la seguridad ciudadana, forse altra (Gloria, espero) canterà con miglior plectro.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Czapski: En Tierra Inhumana


Czapski, Jósef:En tierra inhumana, Barcelona: Acantilado, 2008. 489 páginas.

ISBN:978-84-96834-41-5
Precio según ISBN: 24,04€ (Precio más barato: 24,75€ en IberLibro).


Dieciseis días después de que el ejército de la Alemania nazi invadiera Polonia, las tropas soviéticas invadieron una franja oriental del país, haciendo prisionero a buena parte de un ejército que recibió la orden de disparar sólo en defensa propia. La mayoría de estos prisioneros fueron posteriormente liberados cuando los soviéticos, atacados por el ejército nazi, firmaron un acuerdo con el gobierno de Polonia en el exilio. Pero de las 15.000 personas, entre ellas la flor y nata de la Polonia independiente, que entre septiembre de 1939 y mayo de 1940 habían sufrido su internamiento en tres de los campos (Starobielsk, Kozielsk y Ostaszków) sólo alcanzaron la libertad, después de sucesivos traslados, unas 400 almas.
Józef Czapski, aristócrata y pintor, fue uno de esos pocos supervivientes. Quizá por ello, a su regreso de Starobielsk se le asignó a la oficina de Información al Soldado, una de cuyas misiones consistió, precisamente, en averiguar qué había sido de las personas desaparecidas. Mucho tiempo después de haber abandonado esta misión, en abril de 1943, la propaganda nazi comenzaría a hablar de las fosas comunes del Bosque de Katyń. Sin embargo, hasta los días previos a la caída de la URSS, el hecho de que la matanza hubiera sido denunciada por un ejército que no ponía reparos a la destrucción de la vida humana, tiñó de sospecha las noticias sobre este suceso de los primeros años de la guerra.

Con la publicación de este volumen de memorias, Czapski trató de alcanzar objetivos muy diversos. En primer lugar, describir su estancia en la URSS estalinista, primero como prisionero en un campo y después como oficial dotado de diversos privilegios pero miembro de un ejército en constante retirada. Gracias a ello podemos conocer la prepotencia (pero también el constante estado de temor a la delación) de los miembros del NKVD, las penosas condiciones de vida de los ciudadanos de a pie, la animadversión rusa hacia los polacos.

En segundo lugar, Czapski quiere demostrar que el ejército soviético aniquiló premeditadamente a la mayor parte de los oficiales del ejército polaco que permanecían prisioneros en sus campos. Para ello menciona la labor burocrática de elaboración de listas de desaparecidos, la encuesta entre diversos retornados, las cartas enviadas y recibidas por familiares, y las pesquisas ante las autoridades soviéticas llevadas a cabo tanto por el embajador polaco como por el propio autor.

En tercer lugar, se pretende dar noticia de los desaparecidos a sus familiares. Por ello, el autor advierte que el libro (y especialmente la primera parte, Memorias de Starobielsk) está lleno de nombres y de anécdotas que permitan hacerse una idea de la personalidad de quienes fallecieron en la rusia estalinista.

Este último objetivo hace que la trama sea un tanto farragosa y que pierda coherencia; sin embargo, sirve para que el lector se interese por el destino de diversos personajes, algunos de ellos importantes personalidades de la Polonia de entreguerras, y también para lograr, mediante la acumulación de desgracias individuales, un mapa del sufrimiento humano.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Vivir de la imagen

Es una de las ideas que contínuamente expone mi hermana: la gente, prefiere gastar en lujos, vicios, aficiones, imagen. A la hora de comer, en cambio, compran la peor marca blanca. Eso explica las colas en los Lidl, por ejemplo.

Para mí, era una idea en que se podía creer o no creer, pero Némesis aporta pruebas contundentes en un artículo que demuestra cómo Se puede ir en un SLK y racanear con la compra diaria.

Y es que supongo que, aparte de cierto amigo mío, habrá muchos más ejecutivos en paro conduciendo coches de alta cilindrada. En descargo de mi amigo, diré que el suyo es de cuarta o quinta mano, y que lleva años pensando en venderlo.

"Vegetables", "legumes", verduras y hortalizas.

Lo de usar el calco semántico "vegetales" para referirse a verduras y hortalizas pasa ya de castaño oscuro. El otro día, sin ir más lejos, vi a un cocinero en España Directo o Madrid Directo (tanto me da que me da lo mismo: ambos son programas del mismo tipo con parecido control de calidad) que, hablando de platos económicos, presentaba una ensalada de uva y sandía, añadiendo a continuación:
—Y ahora vamos a añadirle un vegetal, un bulbo de hinojo.

¡Dioses del Olimpo! ¿Acaso no son vegetales (tanto según la clasificación aristotélica como en el sistema de los cinco reinos) la sandía y la uva? ¿Es que acaso las uvas son producidas por Ángela Channing partir de ojos de niños inocentes?

Si los chefs, por influjo del francés, comenzasen a llamar "legumbre" a la lechuga, a todos nos resultaría chocante (shocking). Sin embargo, contemplamos impasibles anuncios donde se utiliza el término "vegetales" para referirse a las verduras como ese que dice algo así como:
—Por fin, a todo el mundo le gustan los vegetales.

Coño, no sabía que hubiera gente a la que no le gustaran la cerveza, los panchitos, las patatas ni los kikos. Alguna cosa de ese lote es posible, pero todo a la vez...

Quizá el problema esté en la necesidad de adaptar a toda velocidad la publicidad extranjera al castellano. "Verduras y Hortalizas" es más largo que "Vegetales", y, además, "verduras" está marcado negativamente en la mente de los niños (Pero, coño, ¿no lo está también "vegetables" en la mente de los infantes anglosajones? ¿Es que los publicistas nunca han jugado a Keen Dreams?) Por eso tratan de evitar la palabra "verdura" y caen en el calco. Porque no quiero creer que sea porque no aprendieron inglés en el colegio...

lunes, 15 de septiembre de 2008

Últimamente me da por...

Últimamente me da por escribir chorradas; mandar microcuentos a diversos concursos (sabiendo que no voy a ganar, porque siempre ganan los que utilizan el truco que a mí me ha parecido demasido obviamente original); escribir y enmendar entradas del wiktionario y buscar en la wikipedia información sobre Polonia.

¿Por qué sobre Polonia? ¿Es, acaso, porque en el último año dos conocidos (uno de ellos, mi progenitor) han estado allí? No, al menos no directamente. De resultas de su viaje, acabó en manos de mi padre un libro del que espero escribir proximamente una reseña. Se trata de las memorias de un conde polaco, que me han descubierto la tragedia de un pueblo tratado a patadas por la historia (y por los europeos occidentales). Si preguntas por un polaco famoso, quizá te mencionen a Wojtyła, a Chopin, quizá a Sienkiewicz (fíjense: yo, aficionado a la ciencia ficción, olvidé mencionar a Lem). Leyendo este libro, te entran ganas de conocer la obra de cientos de pintores, poetas y novelistas mencionados a lo largo del libro. Y eso, que un libro te motive para querer saber cosas, ya es en sí un valor importante.

martes, 2 de septiembre de 2008

Un día cualquiera de septiembre...

Me levanto a las 9:30 de la mañana, después de haber dormido cinco horas. Después de ducharme, tomo el desayuno viendo la televisión. Síntomas del síndrome postvacacional: trastornos digestivos, alteraciones del sueño, cambios de humor. Vaya, lo que he venido sintiendo desde julio. Yo, la verdad, lo achacaba al ron clase B o C que nos atizaban en nuestra taberna preferida.
La locutora, de todos modos, aclara, por petición popular, que el síndrome posvacacional no es malo: lo malo es no tener trabajo. Anda y que te den. Lo malo no es la falta de trabajo: es que no te paguen. ¿O es que no trabajan, por poner un ejemplo, las amas de casa?

Recopilo ropajes para lavar por toda la casa. Como hay pocos, añado unas toallas que lavé mal en su día (¿poco detergente? ¿detergente inadecuado? ¿Demasiado tiempo de espera antes de tender la ropa?) y cuyo hedor he tratado de combatir previamente teniéndolas mes y medio en naftalina. Luego será un problema tender, pero hay que lavarlas todas juntas para que desaparezca el mal olor. Como medida preventiva, decido saturar de "Oust" el cajón al que tienen que regresar las toallas. Me aseguro del efecto olisqueándolo. Noto un picor en la garganta. En el bote de "Oust" pone, sabio consejo, "no inhalar el spray". Me enjuago la boca, hago gárgaras, inundo mis fosas nasales, me saco las flemas. Cuatro o cinco veces. Bueno, creo que no moriré de ésta. Programo la lavadora para dentro de tres horas, sin darme cuenta de que ya son las once y, por tanto, la lavadora no se encenderá antes de las dos.

Las once. Salgo de mi hogar, cerrando con dos llaves. Antes de llegar a la esquina descubro que me he dejado el bolígrafo. Y lo malo es que podría estar en los pantalones que he metido en la lavadora. Subo de nuevo a casa, compruebo los pantalones, cojo un nuevo bolígrafo. Vuelvo a cerrar, esta vez con sólo una llave. Las once y veinte.

El plan de esta mañana es ir a visitar mi nuevo instituto. Podría haber tratado de localizarlo en un mapa, pero he estado previamente en él y me fío de mi memoria. Además, quiero evitar el ordenador, pues estuve tecleando en su pantalla un cuento hasta cinco horas antes de levantarme. Hay dos maneras de ir: una parada de metro y dos trasbordos de tren, o cientos de paradas de metro y un trasbordo a otro ciento de paradas de metro. En principio, lo mejor parece el primer método, aunque un trasbordo en hora valle suponga diez minutos.

Las doce menos cuarto. Evidentemente, me he equivocado. Porque la línea de Alcalá tiene esperas de quince minutos en hora valle, aunque, por supuesto, el cartel indicador sólo se ilumine cuando quedan siete minutos o menos. Además, de los siete tornos de salida de Sierra de Guadalupe, sólo dos funcionan. Jódete y baila. Resuelve eso con una campaña de imagen. Las doce y cuarto.

Y el problema final es que sé hasta qué plaza debo ir a tomar la calle que baja hacia el centro de menores (mi siguiente referencia para encontrar el instituto), pero en esa plaza salen tres calles que bajan. Tiro por la de enmedio, tuerzo después por la primera que parece suficientemente importante pero suficientemente cutre, y aterrizo en un lugar que, después de preguntar a un par de personas (la primera de las cuales daba un poco de miedito), resulta estar a 150 metros del instituto, demasiado arriba.

La una menos veinticinco. Visito el instituto. Si me hubiera levantado a las ocho, como era mi plan antes de acostarme a las cuatro y pico, es posible que hubiera encontrado a mi jefe de departamento, pero a estas horas sólo está un jefe de estudios (todavía no sé si el Gran Jefe o el Adjunto) que después de decir que le suena mi cara (debería sonarle, de hecho) me dice "Tú ya sabes cómo funciona esto, ¿no? Bueno, pues la secretaría está ahí". El problema es que en el nuevo programa de gestión de personal que usa la Comunidad les falta preguntarte cuándo fue tu última regla y qué talla de calzoncillos gastas. Así que tengo que recurrir varias veces a las de secretaría para que me ayuden. "Bueno, pon lo que quieras, y luego ya se arreglará". Sí, pero de lo que ponga podría depender mi lugar en la rueda.

Salgo, tratando de adquirir ese aspecto de mono rascador de huevos que tan varonil le parece a la gente. Creo que no consigo el resultado apetecido, pero en cualquier caso encuentro rápidamente la calle del centro de menores (al otro lado, y en la acera contraria, tiene el de mayores, lo cual me parece una estupenda simetría), desde donde busco un bar en que refrescar mi cuerpo serrano.

Coño, rediós, qué pocos bares hay en Vallecas. Yo recordaba cientos, pero la verdad es que he pasado muchos locales cerrados. Será la maldita crisis. Al fin encuentro un bar esquinado, con el mostrador lleno de tapas, donde creo haber tomado algún chisme en el pasado. La dueña está ocupada con unos a los que saluda como a clientes habituales, pero pronto escucho que le hacen preguntas extrañas: "¿Dónde está la lista de precios" "Pues estaba ahí, ¿no ve el hueco? Es que hemos tenido que quitarla" "Los alimentos preparados deben estar refrigerados, así que me hace el favor de meterlos en el mostrador refrigerado y así hago la vista gorda". La camarera se afana por traspasar varias fuentes de barro del mostrador no refrigerado al que sí lo está, donde abundan, por cierto, alimentos que no necesitan refrigeración ninguna, pero están más ricos si se toman fríos. Un par de clientas, a mi lado, animan a la camarera: "¡Mierda que no mata, engorda!".

La una. Me tomo mi Coca-cola, divertido. Cuando tengo un momento para captar la atención de la patrona, pago y abandono el local. Continúo la búsqueda del metro. Sé que estaba por aquí. ¿Será junto a la biblioteca? ¿Será donde a la junta de distrito? En esto llaman a mi móvil. "Te has dejado el carnet de identidad". Claro, tanto rebuscar en la cartera para encontrar la nueva letra de mi NRP, y pierdo los papeles. Afortunadamente, sigo por Vallecas, así que voy al instituto a recoger el DNI. Un grupo de muchachas ríen a mis espaldas a la vuelta, no sé si por verme pasar dos veces o porque no les convence mi pose chulesca recién adoptada.

La una y cuarto. A la vuelta, decido probar el itinerario metro convencional. En Sierra de Guadalupe se sientan frente a mí dos gitanos que parecen sacados de un anuncio. Qué percha tiene esta gente. Deberían prohibir que se acercaran a los obesos fofos como yo. Me bajo en Pacífico para hacer el trasbordo, y descubro que sigue activo el camino provisional que te obliga a cambiar de un andén a otro y dar toda la vuelta. El camino provisional figura como "nuevo itinerario" en los carteles.
No sé si esta gente se ha dado cuenta de que el hecho de que la palabra "nuevo" tenga connotaciones positivas hace que no sea adecuado, sino más bien contraproducente, su uso. Porque algunos pueden pensar, además, que esa jodienda va a ser para siempre. "Provisional" tiene connotaciones negativas, pero, al fin y al cabo, indica que se pasará un día u otro.

EDICIÓN 15/09/2008: La última vez que pasé por allí, el viernes pasado, ya no figuraba la expresión "nuevo itinerario", ni ninguna otra parecida.

Las dos menos cuarto. Bajo en Plaza Elíptica. No tendría que bajar ahí si no me hubiera dejado, el lunes, el horario de la semana. Y en él figura a qué hora son las evaluaciones del miércoles. Pensaba llegar con suficiente antelación para revisar de nuevo los exámenes que ya dejé corregidos, pero no es cosa de llegar a las ocho en punto de la mañana. Me fijo en que, a pesar de lo habitual de las discusiones en septiembre, y a pesar del hecho de que en este instituto hay que rellenar, además de actas e informes, el boletín del alumno, se nos ha dado sólo media hora. Sería estupendo, si no fuera porque en mi tutoría sólo hay una o dos alumnas que no han tenido que presentarse en septiembre. En fin, que recojo el dichoso papelito, saludo a una compañera (no le llama la atención mi barba, sino el hecho de que se ha aclarado mi pelo) y me voy. Hogar, dulce hogar.

Las tres menos veinte. Llego al hogar deseando una ducha, pero hay que hacer la comida, lavar el balde para la ropa limpia (lo usé para mantener una planta en remojo durante mis vacaciones), comer, lavarse los dientes (con cuidado de no vomitar), guardar los platos en el lavavajillas, imprimir lo que escribí ayer, tender la ropa (a estas alturas, la lavadora ya ha acabado). Mierda: mi tendedero está en mi ducha, y eso significa que ya no puedo ducharme.

Deben ser ya las cinco. Remoloneo en internet y veo que alguien propone unas cervezas a las siete y media. Demasiado temprano, porque primero debería pasarme por el barrio de Salamanca a resolver un asunto. Y antes de ello, debería corregir dos cuadernos. Y, además, hiedo. Como medida preventiva voy corrigiendo los cuadernos. Alguien propone que las cervezas se pospongan a las ochco y media. Buena idea.

Las seis y... He terminado de corregir los cuadernos y los meto en una bolsa. He tenido una idea. Tengo que llevar un objeto del punto A (casa de mi madre) al punto B (barrio de salamanca), y luego he quedado en el punto C, que está cerca del barrio de salamanca, pero también está a sólo media hora de casa de mi madre, autobús mediante. En casa de mi madre hay una ducha. Puedo establecerme hoy allí, y ducharme antes o después de hacer el envío. Si nos liamos y hay que volver en taxi, es mejor dormir en casa de mi madre, así que me conviene llevar todo el material que pueda necesitar mañana.

Lo más rápido es una estación de metro y trasbordar a tren. Me subo en la cola del tren para salir escopeteado de Atocha. Sin embargo, a mitad de camino, algún desgraciado está rodando un episodio de algo que, según testigos, corresponde a la serie "Los herederos" y pide que me detenga unos segundos, a pesar de mi trote atlético, que demuestra que algo de prisa debo llevar. En fin, no hace falta deciros que, habiendo culebrones venezolanos malísimos y americanos estupendos, no me apetece catar los nacionales.

Las siete. Casa de mi madre. Llamo por el móvil a un amiguete, para que confirme que las cañas son a las ocho y media, y no a las siete y media. Si son a las siete y media, intentaré ducharme antes de ir a Serrano, aunque puede que entonces no llegue allí demasiado tarde. El amiguete no contesta a la primera, así que decido dejar que me llame mientras camino de casa de mi madre a la puerta de Alcalá a todo trapo (el 19 no marcha bien estos días: serán las vacaciones, o las obras de Santa María de la Cabeza). Hago el recado mejor de lo que espero. Vuelvo a casa de mi madre. Me pego un duchazo.

Las ocho. Salgo de la ducha. Llamo para confirmar que la cita sigue en pie, a pesar de que hasta ahora todo el mundo me ha dicho que no va a ir. Llamo al único que no sabe que va a ser un fracaso, pero le convenzo para que vaya. Al fin y al cabo, me he duchado para acudir al evento.

Nueve menos veinte. Cervezas en Alberto Alcocer. Segunda cosa que me sale bien en el día, y ya es bastante. Comentamos el veraneo, ponemos verdes a los amigos... vamos, lo de siempre. Qué bien estamos. Pero todo lo bueno se acaba, y hay que volver.

Nueve y media. Terminando la reunión a esta hora, podría volver a mi piso, pero ya dejé los trastos de mañana en el de mis padres. Así que dejo que me bajen a la Castellana y tomo el autobús, que me dejará en Huertas. Reflexiono sobre la escasez de alimentos en la nevera de mis padres. Decido cenar un kebab en Huertas.

Diez. Ya en Huertas, decido cambiar de plan. Acabo de recordar que han abierto una franquicia de Los Rotos. Me siento en la barra, pregunto por el especial de la semana y, como no me convence, me pido otro distinto. Junto a mí, una pareja de lo que parecen actores veteranos discuten sobre el mundo de la farándula. Me siento satisfecho con mi elección. Tercera buena acción del día.

Diez y media. Llego a casa de mis padres, me siento en el ordenador, comienzo a escribir tonterías. Y con tanta tontería, se me hacen las once menos veinte. Será cosa de dormir, pues llevo sueño atrasado.