domingo, 19 de marzo de 2006

Vida...

El mismo ocaso que cubre de tonalidades grises, añiles y doradas las nubes, ilumina de rojo la melena castaña de Sonsoles, que acompaña con el suyo al silencio de Diego. Desde el asiento de atrás, observo embobado los bosquecillos que pasan a ambos lados de la A-2. A mi lado, Julia echa una cabezadita. Probablemente soy el único que durmió lo suficiente anoche.

Venimos de una curiosa despedida de solteros: celebrada con dos amigos de nuestra pandilla, que se casan entre ellos. No ha habido boys ni strippers, sino una serie de juegos basados en su relación mutua y nuestra pandilla. También, por supuesto, un comer-beber-comer-beber que me dejó los intestinos suficientemente estropeados como para tomar la decisión de irme ayer a la cama cuando apenas eran tres de la mañana.

Sientes una sensación extraña cuando se casa alguien que conoces. Extraña porque, aunque no cambia su personalidad, deja en el camino un jalón, un hito que dice: "aquí decidí ser otro." Aun cuando, como ya he dicho, siga siendo él mismo. Porque los cambios, en realidad, son continuos, y nunca están marcados por señales.

Al pensar esto pienso, claro está, en mí mismo. Por ejemplo, la joven Julia, que —lo dije antes— duerme a mi lado, sigue siendo para mí una niña, aunque se haya examinado del MIR a la vez que Grialita, y haya tomado ya, a su edad, muchas decisiones adultas que yo probablemente no he tomado en mi vida. Y aquí, sentado en mi mismo asiento, va un individuo que realmente no acaba de comprender al resto de ocupantes del vehículo, todos menores de 30; no puede atravesar la barrera generacional, y no porque se sienta mayor, sino porque ha perdido el interés en muchas cosas que a sus compañeros de viaje les interesan, e incluso a él mismo interesaron vivamente en el pasado.

Esos intereses comunes crean una complicidad de la que él se autoexcluye. Es una complicidad que, la verdad, tuvo con muy poca gente, muy poco tiempo, y que está a punto de perder definitivamente con quienes todavía tratan de crear la ilusión de amistad íntima. Pero es hermoso —sí, lo es, ciertamente— contemplar esa relación que no busca nada, que nada pide, que se alimenta de sí misma. Qué hermoso contemplar el silencio con que se acompañan mutuamente los dos ocupantes de los asientos delanteros, y saber que es distinto de mi incapacidad para proferir palabra alguna.

Camino de Madrid, vamos los cuatro en silencio.

3 comentarios:

Jaime dijo...

Uff.....

Jose, te veo muy meditabundo, compañero.... no sería por la resaca y el destroze generalizado??? Además es bastante habitual montarse en un coche y que se corten las comunicaciones, no te has dado nunca cuenta??

Al bajar del coche todo el mundo empieza a hablar como si vomitaran.... por que será??

No le das muchas vueltas a una gran resaca??

Por lo que intuyo la despedida bien, y tal, o algo....

José Moya dijo...

Sí, puede que sea simplemente una cuestión de resaca. En mi caso no era exactamente una resaca, sino una sensación de empacho absoluto por todo lo que habíamos comido. Ya te pasará alguien los videos de la despedida, y las fotos, y todo eso.

Unknown dijo...

Y eso no es nada, querido Jose... Veo en tu perfil que tienes 32 tiernos añitos. No te quiero contar cómo cabalgará tu cabeza por las praderas del Gran Manitú cuando, sin aviso previo, sin comerlo ni beberlo, te veas de lleno en los 40, con un divorcio a tus espaldas, sin padres y con la opresiva sensación de haber tomado siempre la decisión errónea. Pero efectivamente, siempre te quedarán los amigos, esos con los que no necesitas hablar para que te entiendan, aunque os separe la distancia y las actividades, porque lo que realmente une es el pasado, ese "siempre nos quedará París" de "Casablanca".

Un beso ;-)